Se acerca la Navidad, momento de reencuentro con familiares y amigos, y muchos se preparan para sacar sus mejores galas. Está “el sabelotodo” (que esconde su inseguridad), “el triunfador” (que no quiere mostrar su fracaso y vacío existencial), “el ermitaño” (que se aísla por temor a ser agredido por el mundo), “la pobre víctima” (para obtener atención de los demás y no hacerse responsable da nada), “la madre Teresa de Calcuta“ (que ayuda los otros para no mirar sus propios dramas), el déspota” (que agrede por miedo a mostrar su vulnerabilidad), etc.
Todos actuamos nuestro personajillo de manera inconsciente y de esta manera la vida se convierte en un teatro que nos cuesta dirigir. Nos relacionamos unos con otros sin que exista un contacto o encuentro real, porque nos escondemos detrás de diferentes máscaras. No en vano, la raíz etimológica de la palabra «persona» procede del vocablo griego «prospora», que significa literalmente «máscara».
Estas caretas las hemos ido construyendo durante la infancia y la adolescencia en base a lo que esperaban de nosotros nuestros progenitores y como un mecanismo de defensa ante la angustia y el displacer. Elaboramos una pseudoidentidad al identificarnos con la imagen de cómo debemos ser para sentirnos acogidos por la familia, papá y mamá.
Los niños y niñas se manifiestan de forma espontánea conforme a su esencia. Sin embargo, estas expresiones genuinas no son siempre aceptadas o comprendidas por los adultos que los rodean. Para sobrevivir y asegurarnos el amor de los padres renunciamos a nuestra esencia. Con el tiempo substituimos la genuina identidad, nuestro “yo auténtico”, por una estructura “que cristaliza en la función defensiva y relacional que conocemos como carácter”. Esta ignorancia sobre nosotros mismos es el origen de nuestro sufrimiento, el miedo, la angustia, la insatisfacción y la tristeza.
Dile a tu corazón que el miedo a sufrir es peor que el propio sufrimiento.
Paulo Coelho
Creemos que la máscara nos protege. Tememos mostrarnos desnudos sin ella. Sin embargo, estas caretas nos alejan del contacto real con nosotros mismos y con el otro, obstaculizando la capacidad para relacionarnos amorosamente con nuestro yo y, por ende, con la propia Vida.
Cuentan que en un tiempo y lugar inciertos vivía un hombre que creía ser feliz con sus siete máscaras. Una máscara para cada uno de los siete días de la semana.
Cada mañana cuando salía a trabajar cubría y (creía que) protegía su rostro con una máscara. Al regresar a casa descubría su rostro antes de acostarse. Era tal su convicción que ni siquiera sabía por qué lo hacía, incluso para cada día festivo tenía caretas especiales.
Una noche, mientras dormía, un ladrón entró en su casa y se llevó todas sus máscaras. Por la mañana al darse cuenta del robo desesperó y se lanzó a buscar denodadamente. Anduvo horas y días recorriendo la ciudad, buscando por los bajos fondos, denunciando a distintas autoridades… pero el ladrón y sus máscaras no aparecían. De hecho, no aparecieron nunca.
Un día, desesperado ya de tanto buscar, se dejó caer en el suelo y lloró desconsoladamente como cuando era niño. Una mujer, que pasaba por allí, se detuvo, le miró a los ojos y le preguntó:
– ¿Por qué lloras así?.
Nuestro protagonista durante unos segundos quedó aturdido ante esa presencia. Sus ojos profundos le resultaban familiares y lejanos a la vez.
– Un ladrón me ha robado mi bien más preciado, mis máscaras, y sin ellas mi rostro queda expuesto y tengo miedo, me siento débil y vulnerable.
Ella le respondió:
– Consuélate, mírame bien. Yo nunca llevé máscaras, tengo tu edad y vivo feliz.
Él la miró largamente. Era una mujer de una belleza profunda, le recordaba algo… pero no sabía qué.
Ella se inclinó, enjugó sus lágrimas y le dio un beso en la mejilla. Por primera vez en su vida aquel hombre sintió la dulzura de una caricia en su rostro.
Nos pensamos que nos conocemos bien y sabemos quiénes somos. Sin embargo, no es así. Recuerdo cómo me impactó un simple ejercicio de mirarme a los ojos en un espejo de mano en mi primer año de formación de Terapia Gestalt. En ese momento, con las resistencias bajas por el agotamiento del trabajo en grupo con nuestras emociones todo el fin de semana, pude vislumbrar que no sabía en realidad quién era yo y eso me conmovió profundamente.
Para obtener amor me había pasado media vida esforzándome por comprender a las personas amadas y no tan amadas. Y tan enfocada hacia fuera había olvidado lo más importante, quién era yo, qué me movía a mí, qué necesitaba para ser feliz. Y en eso consistió básicamente buena parte de mi proceso personal: dejar de buscar y entretenerme fuera y volcar mi mirada hacia mi interior. Y ese repliegue en mí me obligó a contactar con todo el dolor acumulado, que me había negado a reconocer y que había evitado transitar por un terrible miedo a quedarme encerrada en un laberinto sin salida.
Crecer pasa necesariamente por la des-idealización de uno mismo.
Claudio Naranjo
Vivimos en una sociedad esclavizada por la imagen y las redes sociales han azuzado todavía más esta insana tendencia. Solemos priorizar el “cómo nos ven” al “cómo nos sentimos”. Nos escondemos detrás de las máscaras por protección. Sin embargo, el precio que pagamos es mucho más alto, nos olvidamos de quiénes somos, renunciando a encuentros profundos con nuestro verdadero «ser» y con las personas que nos importan y queremos. Uno de los aprendizajes más hermosos que me llevé del trabajo de terapia en grupo un tiempo atrás fue esta devolución de mis compañeros y tutores: “sin máscara nos gustas más”.
Y tú ¿ya sabes cuáles son tus máscaras? , ¿te atreves a despojarte de ellas?
*Imagen de Pixabay
**Cuento de Véronique Tadjo
Sandra Valent, psicoterapeuta Gestalt. Trabajo en Barcelona y Sant Cugat del Vallés. Sesiones en Gestalt Barcelona (Pl. Urquinaona 10) y en Espai Vincles (C. de la Mina 25). Si quieres saber más, llámame al tel. 678377795.