Voy a verte a la residencia.
Te traigo merienda
como de costumbre.
Engulles con ansias,
como si no existiera un mañana.
Nos miramos y te sonrío.
Me bajo la mascarilla
para que me veas entera.
Pasamos el rato
sin hablar mucho.
Tú, en tu mundo inaccessible, papá.
Yo, en el mío, buscando
un sendero donde poderte alcanzar.
Me preguntas sobre mi pareja.
Le cambias el nombre, “Jordi”.
“No Jordi, no. Xavi, Xavi”.
La demencia implacable
no se apiada.
“Es guapetón”, me dices, “y bueno”.
Me río sorprendida.
Jamás elogiaste a mis parejas.
Me miras a los ojos:“¿Es bueno, no?”
“Sí, es buena persona”, respondo.
Desvías la mirada y vuelvo a perderte
en tu nebulosa infranqueable.
Asoma en tus párpados un rubor húmedo,
y desvías la mirada hacia otro lugar.
Te interpelo. “Papá, ¿te has emocionado?”
Asientes. Ríos de agua resbalan por tus mejillas.
Me levanto. Te abrazo maternal.
Un niño asustado en tu tristeza profunda.
Te abrazo. Te dejas abrazar.
Un gesto de amor reparador
de una vieja herida conocida.
Gracias papá.
Salgo de la residencia.
Camino por las calles,
mi corazón partido en dos.
Mi niña, mi niña pulsa.
Por tanto tiempo,
extraños parapetados en corazas.
Tú, “el hombre exigente que no sabía abrazar”.
Yo, “la niña orgullosa que no necesita a su papá”.
Sentada en el tren a solas,
un manantial de lágrimas ablanda mi pecho.
Gracias papá.
Llegamos tarde,
pero llegamos.