En mi casa de pequeña no se me permitía estar en la tristeza, a riesgo de llevarme un grito o incluso un guantazo, que en alguna ocasión iba acompañado de un “ahora ya tienes un motivo real para estar triste”. No dejar estar a un niño o a una niña en lo que está, a nivel emocional, es un asunto serio. Crecí teniendo dificultades para gestionar de manera sana las emociones que había interiorizado como “negativas”, la tristeza, y también la rabia. Para sentirme querida y aceptada aprendí a reprimir estos sentimientos. Aprendí a dejar de escucharlos, a dejar de escucharme.
Lo que pasaba en mi casa no es nada excepcional. Se nos ha inculcado la idea de que “debemos estar siempre felices”, como si la alegría, una emoción expansiva, que va y viene, fuera un estado permanente. La cultura del bienestar niega todo lo que tenga que ver con el dolor, así que darle la espalda a la tristeza es algo muy común. Me encuentro con no pocos pacientes que explican sucesos tristes o trágicos con una sonrisa dibujada en el rostro o incluso riendo, para no contactar con esa pena. Otros, que ante una ruptura de pareja, se lanzan “a lo loco” a otra relación, como si no les doliera esa pérdida. Lo que sea con tal de evitar dejarse mecer por la tristeza.
Pues bien, la “temida” tristeza desempeña una función esencial en nuestras vidas. Lo contrario, que es pretender vivir en un estado continuo de euforia, nos conduce irremediablemente a todo tipo de insensateces. Es condenarse a vivir la vida a toda velocidad, sin darse el permiso de parar y tomar conciencia sobre los asuntos que nos acontecen. Es vivir sin querer aprender de la parte amarga que depara nuestra existencia. Y lo digo con conocimiento de causa. En caracteres como el mío, de tendencia más optimista, la tristeza es entendida como aquella insufrible que nos viene a amargar la fiesta. Pues bien, yo os diría que miréis de frente a vuestra tristeza, porque viene a susurraros aspectos profundos y esenciales de vuestro ser o momento vital.
Todas las emociones son necesarias. Tienen su razón de existir. El miedo, por ejemplo, nos pone en alerta para reaccionar ante una amenaza y es y ha sido básico para garantizar la supervivencia. La rabia, otra gran reprimida sobre todo por muchas mujeres, moviliza buena cantidad de energía para poder reaccionar contra algo o alguien que nos molesta o desagrada. A diferencia de la rabia, la tristeza es una emoción de contracción, de repliegue en uno mismo, que provoca inactividad y desmotivación.
Ese repliegue en uno mismo, esas pocas ganas de relaciones sociales y de lo externo, vuelve la mirada hacia el interior. Las interacciones sociales nos demandan gran cantidad de energía y atención, que en estados de melancolía ahorramos para ponerlo al servicio de la introspección. La tristeza nos hace bucear en nuestras profundidades y esa reflexión nos lleva a conectar con lo que nos duele o con lo que hemos perdido. En mi proceso terapéutico el dolor, la tristeza, ha sido mi gran maestra. El primer año de formación de Terapia Gestalt me lo pasé prácticamente llorando. Allí emergieron las lágrimas reprimidas durante muchos años y pude liberar el dolor acumulado en mi interior.
Confieso que, por mi experiencia personal, ahora me provoca sarpullido escuchar corrientes del tipo “new age”, donde parece que te puedes iluminar desde el amor, sin atravesar la oscuridad. ¡Qué fácil! Sería estupendo, pero no es así. Basta consultar todos los grandes maestros de diferentes tradiciones espirituales para comprender que no es posible amarse sin abrazar la propia oscuridad y que para abrazarla necesariamente has de conocerla y aceptarla. Es la famosa noche oscura del alma o la llamada travesía del desierto, donde una honda crisis espiritual antecede a la transformación del ser.
Una crisis es una oportunidad de cambio siempre que se extraigan aprendizajes, que conduzcan a un reenfoque, y aquí es clave el papel que desempeña la profundidad que nos confiere la tristeza. No escuchar nuestras emociones, sean las que sean, nos puede llevar a somatizar y desarrollar enfermedades. Una tristeza tapada, que no te has tomado transitar, que no has integrado o permitido que transforme tu vida, puede convertirse en una depresión.
Mostrar la tristeza es ponerse vulnerable frente al otro. Nuestra sociedad ve con buenos ojos al “fuerte”, al “yo puedo con todo”. Otorga una connotación positiva a la fuerza, mientras que asocia la tristeza con debilidad, un aspecto que es visto como negativo. Ahora bien, para mí no hay más valiente que aquél que se atreve a contactar con su fragilidad y se muestra vulnerable ante los que ama, en lugar de cubrirse con la máscara de “todo está bien. Nada me afecta”. Siempre, claro está, que la tristeza no sea utilizada de manera neurótica e instrumental, para conseguir atención y abundar en el victimismo.
Somos seres perfectamente imperfectos y no hay mayor belleza que poder ver al otro en toda su humanidad, con sus luces y sus sombras. La vulnerabilidad nos acerca. Crea empatía. Permite que el contacto con el otro sea auténtico, real. Caen las corazas de protección y nos abrimos a la emoción de aquel encuentro.
Empieza el otoño y ya se percibe en el ambiente. Los días cuentan con menos horas de luz, hace más fresquito y nos refugiamos de nuevo bajo las colchas para dormir, lo que, en cierto modo invita, al descanso. El otoño tiñe el paisaje de castaños y ocres y nos deja estampas bellas y románticas. Muchas personas se sienten tristes en esta época del año, que nos invita al recogimiento y a la introspección. Yo les diría que aprovechen para abrazar a la tristeza, si viene a visitarles, porque la primavera llegará de nuevo.
*Imagen de Pixabay
Sandra Valent, psicoterapeuta Gestalt. Trabajo en Barcelona y Sant Cugat del Vallés. Sesiones en Gestalt Barcelona (Pl. Urquinaona 10) y en Espai Vincles (C. de la Mina 25). Si quieres saber más, llámame al tel. 678377795.