Yo era de las que me llenaba la boca hablando del amor. Ya desde bien chiquita proclamaba convencida: “sin amor la vida no tiene sentido”. ¿Y qué sabría yo con seis o siete años de enamoramientos o de asuntos de pareja?… (Con el tiempo comprendí que mi búsqueda en realidad albergaba un componente más transpersonal o espiritual, relacionado con el anhelo del estado fusional, la vuelta a casa, al Todo, a la Fuente, o como se quiera llamarle. Un asunto que da para otro post). El caso es que me encandilaba viendo películas románticas y mis divas eran Vivien Leigh en “Lo que el viento se llevó”, Rita Hayworth en “Hilda”, Elisabeth Taylor o Sarita Montiel. Por el arquetipo de mujer que admiraba, uno puede adivinar rápidamente cuáles serían los rasgos del carácter que iría forjándome. Una mujer de carácter emocional, seductora (aunque de las “discretitas”) y un tanto histriónica. Una persona a quién se le podía hundir todo y aguantaba el tipo, pero que cuando lo que le fallaba era el amor se ahogaba cual barquita zozobrando en una tormenta espantosa de alta mar.
Con el tiempo y muchas sesiones de terapia aprendí que yo, la que se vanagloriaba de lo mucho que sabía amar, en realidad no tenía ni idea. Ahora lo explico tranquilamente pero en su momento este descubrimiento me dejó devastada, perdida y abochornada. Mi manera de amar no era transparente y límpida. Interfería en el buen querer mi miedo a ser rechazada y abandonada (por mi herida infantil de un papá ausente a nivel emocional). Y el miedo, señores y señoras, es lo contrario al amor. Así, pues, lo que yo llamaba amor era (ahora exagero un poco para que se entienda) todo tipo de maniobras, sutiles, para que el ser deseado se quedara a mi lado. Estas maniobras también incluían pasar por encima mío, no escucharme, no respetarme.
Dependencia emocional
Este modo de actuar lo veo muy a menudo en pacientes, que vienen a mi consulta aquejad@s por asuntos amorosos. La dependencia emocional es un problema que requiere de mucha paciencia, perseverancia y voluntad en terapia, pero si uno pone de su parte se puede solucionar. Ahora bien, no existen remedios milagrosos de “en cinco sesiones te curo”, ni con la Gestalt ni con ninguna otra terapia. Milagros a Lourdes.
Seguro que todos conocemos a alguien (o tal vez te pasa a ti) que está empeñado en encontrar pareja pero no hay manera. “Es que no encuentro a la persona adecuada”, “no está por mí como yo quiero”, “lo he dejado porque no soy su prioridad”… La historia siempre suele acabar igual, en abandono, incluso relaciones tempestuosas, engaños; en definitiva, sufrimiento… La pregunta, en realidad, es y ¿tú te quieres?, ¿estás preparado para ser una buena pareja?, ¿cómo es tu manera de querer? Si lo tuyo es “no puedo vivir sin ti”, “te necesito para sentirme llena”, “te mando whatsapps a todas horas cuando no estoy contigo”… Lo siento, vas a ser un coñazo de pareja. Por cierto, detrás del romanticismo de los mensajitos a diestro y siniestro está el control (quiero saber qué haces, qué piensas, qué sientes y sobre todo, mi gran miedo inconsciente, que no te olvides de mí).
Para que suceda el cambio, uno ha de estar dispuesto a arremangarse y vérselas de frente con su miedo y sus monstruos. El pánico que da contactar con la herida, porque duele y mucho adentrarse en la vulnerabilidad, hace que la mayoría responda como dice el refrán con aquello de “más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer”. Sí, aunque parezca increíble, muchas veces preferimos vivir negando la realidad y, por consiguiente, seguir en el sufrimiento, antes que sostener el dolor. ¿Por qué? Porque el ego se protege. Desnudarse frente al espejo no es tan fácil. Requiere de mucha valentía.
Sin embargo, si uno se lo trabaja llega un momento en que internamente hace un “click” y ahí se está gestando la energía necesaria para engendrar el cambio. Y es muy probable que en ese momento aparezca alguien con quien establecer un vínculo más sano, desde el adulto, no desde el niño o la niña herida. El primer paso es mirarse al espejo y para ello se requiere de humildad, honestidad y sobre todo de muchísima compasión (porque no somos dioses, sino seres perfectamente imperfectos). Se trata del famoso darse cuenta de la terapia Gestalt. Es básico. Lo hemos escuchado mil veces. Si tú no te quieres, difícilmente podrás amar al otro. Sabemos la teoría, pero eso no basta. Quererse significa abrazar tus luces y tus sombras. Y para poner luz a las tinieblas, uno ha de tomar el candil y visitar su lado oscuro.
Hay que asumir que en los asuntos del amor siempre existe cierta dosis de riesgo y misterio, porque la cosa es de dos. Una necesidad neurótica de control, surgida del miedo al abandono y al fracaso, nos lleva a comenzar mal las historias. Recuerdo una paciente que me explicaba como si fuera lo más normal del mundo que en una primera cita exigió saber si el hombre ya se había prendado de ella y se comprometía a dejar de flirtear con otras mujeres. Lo había conocido online hacía pocos días. El hombre tuvo suficiente con media hora para salir despavorido. Antes de dejarla allí plantada en el bar le preguntó incómodo: «y tú, ¿con media hora de cita ya sabes que quieres estar conmigo?
Cuando conocemos a alguien que nos gusta, no podemos saber si durará para toda la vida o cuatro telediarios. Así que lo más sano es lanzarse a la aventura con confianza e ilusión (un pelín controlada en los caracteres más intensos para evitar pasarnos de rosca con la expectativa y también asustar al otro). Al fin y al cabo ¿qué es lo peor que puede pasar? ¿Que se acabe? No conozco a nadie que haya muerto por amor. Como dice el psicoterapeuta gestáltico Joan Garriga, hemos de substituir el «sin ti me muero» por el «sin ti también me iría bien».
Y, sin duda, si yo he aprendido a querer. Tú también puedes.
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*Imagen de Pixabay
**Utilizo el término amor para referirme al de pareja, aún sabiendo que existen muchos más tipo de amor, como el amor de madre, el amor por la naturaleza, por los animales, el amor de la amistad…