Un cachito de amor
Sara dio a luz una niña vivaracha de ojos azabaches. Le puso de nombre Aitana, la sierra de Alicante que dejó atrás para mudarse a Madrid. La mujer adoraba a su pequeña. Sin embargo, siempre se sentía preocupada por alguna que otra cosa. Le costaba ver el cielo límpido. Si una nube cruzaba el firmamento, ella observaba con tanto detalle aquella forma de algodón que se perdía el resto del azul.
Así, la mujer disfrutaba a trompicones su deseada maternidad. Aitana tuvo dificultades en un primer momento para coger peso y la congoja secuestró el corazón de la madre sufridora. “¿Cómo no soy capaz de nutrir a mi niña?”, se atormentaba. Cuando la mamá dejó de obsesionarse, la bebé engordó.
La mujer se sentía tan conectada con Aitana, que a veces se creía aún llevándola en su vientre. Por ello, despegarse de su criatura un ratito se le hacía una montaña. El papá miraba desde el asombro el torbellino emocional que a veces succionaba a su mujer, ávida de amor. Y aprendió a reservar trocitos de ternura también para la mamá, que llevaba en su interior a su propia niña herida. Y es que ella entregaba tanto a su Aitana, que se olvidaba de reservar un pedacito para sí misma y se quedaba vacía.
Sólo el amor, o en su ausencia, el dolor, llenaba aquel inmenso agujero que Sara albergaba desde que era chiquita. Su preciada Aitana venía a enseñarle que en sí misma residía la mejor cura para su aflicción. Sólo debía recordar, al repartir, en guardar un cachito de amor para su preciosa niña herida.