La mirada extraviada

Adoraba sentir como su cabello dorado se balanceaba hacia delante y hacia atrás acariciando su rostro mientras se columpiaba alegremente. Volando desde las alturas fantaseaba con la llegada de un director de cine al parque. El hombre quedaría encandilado con esa niña tan especial, de la que podría percibir sus dotes naturales artísticas, y prendado por su gracia divina se la llevaría a rodar películas por el mundo.

Lucía tenía ocho años. “¿Qué quieres ser de mayor?”, le preguntaban los adultos. Y ella respondía descarada: “Yo, famosa”. Ya desde bien chiquita se quedaba embelesada contemplando en el televisor a las femmes fatales de la época. Ella quería ser como Sara Montiel, Rita Hayworth y Vivien Leigh, en el papel de la seductora Escarlata O’Hara. Deseaba contar con una corte de pretendientes que la adoraran. Un séquito bien grande, que pudiera compensar el dolor inconsciente que producía en su corazón la ausencia del hombre, hasta ese momento, más importante de su vida, su papá.

El padre de la chiquilla trabajaba muchas horas y cuando llegaba a casa estaba agotado y a veces malhumorado. “No estoy para tonterías”, le decía cuando Lucía se acercaba a contarle divertida sus peripecias del día. Por lo único que se interesaba el adulto era por sus notas del colegio. Y Lucía siempre traía calificaciones excelentes con la esperanza de obtener la mirada y el cariño de aquel ser tan inalcanzable. Todo lo contrario que mamá, siempre tan atenta, complaciente y amorosa con su pequeña. “Niña, tú vales mucho”, le repetía la madre, al percibir cierta melancolía en su interior.

El papá deseaba que su hija fuera una persona competente en el ámbito profesional, digna de admiración, algo que se empeñaba en obtener para sí mismo en el trabajo, con mucha dedicación y con no toda la recompensa esperada. El hombre, un exigente frustrado, como la mayoría de personas que se dejan gobernar por la diosa Perfección, veía la vida en tonos más bien grises. No es de extrañar que se disgustara enormemente cuando detectaba a su hijita flotando por las nubes de algodón que su fantasía construía. “El mundo no es de color de rosa”, advertía con desagrado.

Aún así la niña quería llamar su atención, sin saberlo, y se disfrazaba con zapatos de tacón dorados o todo tipo de accesorios brillantes que encontraba en casa de la abuela. A Lucía le encantaba adornarse y convertirse una tarde en un personaje diferente. Eso sí, siempre, siempre, de una cursilería considerable. Y aparecía por el salón, donde los adultos miraban la película de la sobremesa, transformada en una misteriosa condesa, una princesa rebelde o una marquesa de linaje real. “El mundo no es de color de rosa”, repetía el padre amargado. La niña y la madre reían para desensibilizarse de aquella actitud huraña. “Reír, reír, que las risas serán lágrimas” auguraba el hombre aún más malhumorado.

Lucía creció, guardando sus fantasías en el desván del olvido. No estudió arte dramático ni danza porque “los artistas se mueren de hambre”, como le repetían en casa. Un buen día cayó en la cuenta de que se había pasado la vida tratando de ser alguien tan especial para los demás que no se había ocupado de saber quién era en realidad. Se miró al espejo sin reconocer esos ojos cansados que le devolvían la mirada. ¿Qué precio había pagado para ser amada por sus padres, parejas, amigos? Un escalofrío recorrió su piel. Acababa de cumplir 34 años. No sabía qué quería ni qué necesitaba. Una lágrima rodó por su mejilla. El auténtico viaje de su vida comenzaba.

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